Como un conjunto de palabras desordenadas que a simple vista no parecen formar un discurso lógico, así se podría definir a las protagonistas de Gritos y susurros, cinta dirigida por Ingmar Bergman en 1972 que le otorgó el Oscar a Mejor dirección de fotografía a Sven Nykvist.

Sinopsis
Agnes (Harriet Andersson) padece una enfermedad terminal que le provoca dolores insoportables que le impiden levantarse de la cama. A pesar de que sus hermanas, María (Liv Ullmann), cercana y agradable, y Karin (Ingrid Thulin), fría y distante, se han instalado en la casa familiar para hacerle compañía, la única que cuida verdaderamente de ella es Anna (Kari Sylwan), la sirvienta. Así, mientras su afección le va consumiendo, se suceden flashbacks que arrojan algo de luz, o más oscuridad, sobre sus figuras fraternas y, como consecuencia directa, la atmósfera se va enturbiando.
Puesta en escena y estética
Según la psicología del color, rama que estudia los efectos del color sobre la mente humana, el rojo se asocia con el amor, la violencia, el poder, el peligro, el fuego, el calor, la ira, la fuerza, la lujuria, la sangre, la emoción y la agresión. Seis años antes de que Wilhelm Wundt fundase la psicología, Arthur Rimbaud escribió en Una temporada en el infierno:
¡Inventaba el color de las vocales!- A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde.- Regía la forma, el movimiento de cada consonante, y, con ritmos instintivos, me jactaba de crear un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los sentidos. Reservaba la traducción. Al comienzo fue un estudio. Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos.
Y eso es precisamente lo que hace Bergman en Gritos y susurros, crear un nuevo vocabulario que le permita filmar lo infilmable. La película se presenta como un iceberg cubierto de sangre en el que la parte vista sólo insinúa un ligero porcentaje de la oculta, obligando al espectador a llenar los huecos antes de poder conjeturar sobre el significado de la misma. Lo que parece ser una reflexión sobre la agonía, el vacío, el silencio y la muerte, se desvela como un escaparate en el que la maternidad, el matrimonio, la sexualidad reprimida, los abusos, el paso del tiempo y la infancia tienen un hueco reservado. La cinta es, por tanto, un viaje al interior de la fragmentada mente de sus protagonistas, una exploración de sus miedos más profundos, de sus traumas más punzantes.
Bergman somete la imagen a un desdoblamiento constante, originando un juego de máscaras, un reflejo sobre un reflejo, un llanto convertido en susurro a través de la asfixia, que inquieta y fascina con la misma fuerza. No se trata de ocultar las aristas del poliedro para generar suspense, sino de representar conceptos abstractos, cuando no inasibles, a partir de otros ya estipulados. El rojo, ya se ha dicho al principio, tiene un gran abanico de sensaciones que transmitir, pero en Gritos y susurros el concepto es llevado al paroxismo para abarcar todos y cada uno de ellos.
La lente se convierte, por tanto, en un pequeño espejo roto; el espectador puede verse reflejado en él, pero si se acerca demasiado, si intenta tocarlo, termina cortándose. Los precisos movimientos de cámara, las composiciones pictóricas, el poderoso uso del color en decorados y vestuario, los claroscuros, los fundidos a rojo y las medidas interpretaciones de todas las actrices son los elementos que definen la maestría de la película. Todo al servicio de Bergman. Bergman en brazos del todo.
¡Después explicaba mis sofismos mágicos por medio de la alucinación de la palabra!
Escribió Rimbaud.
Después explicaba la mente humana a través de la imagen.
Habría dicho Bergman. Así, a medida que el espectador se va adentrando en el lado oscuro de la cinta, las palabras se van ordenando poco a poco y el discurso se va volviendo cada vez más lógico, más inquietante.

Graduado en realización de proyectos audiovisuales y espectáculos, ávido devorador de cine. La pasión por el séptimo arte traspasó la pantalla y llegó hasta el papel.